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Sueltos y Recopilaciones

Dos cuentos

Eugenio García Cuevas[i]

 

 

Aquella lengua

 

 

 

 

Cuando abrió la boca, luego de unos minutos de silencio fue que pude ver la punta gruesa de su lengua derritiéndosele en el labio inferior, como si fuera un pedazo de jamón ajado cubierto de una lamita blancuzca. Fue entonces, a partir de ese instante, cuando empecé a sospechar por qué la fluidez de palabras que siempre le salía de la boca se le había atascado, por lo menos en aquel momento en que todos nos habíamos vuelto a reencontrar luego de varias semanas de ausencia en una de las esquinas del llamado Parquecito de las Flores, de La Vega. Debo decir también que antes de que él abriera la boca para imponer su criterio en la conversación, que siempre precedía la misa a la que asistíamos, y tras ser testigo de sus reservas, pensé que durante el tiempo en que no nos habíamos vuelto a encontrar, él se había cansado de siempre hablar tanto. Tal vez se había convencido de que intentar tener razón siempre era muy monótono. Tal vez se había tornado más reflexivo y condescendiente con nosotros o simplemente había llegado a la conclusión de que era muy difícil conciliar tantas palabras e ideas a la vez sin equivocarse. También se me ocurrió pensar que posiblemente había perdido algunos puntos de contactos con el grupo, como consecuencia de algún quebranto de salud pasajero que había padecido durante la ausencia. Yo sabía por experiencias anteriores, y porque lo había leído y escuchado, que todas estas cosas podían suceder.

 

Todos nos habíamos estado esperando como era la costumbre de encontrarnos los sábados antes de la cuatro de la tarde. Él siempre era el primero o el segundo en llegar, e inmediatamente llegaba tomaba su pose de líder regañón con los que llegábamos tarde. Lo tolerábamos por su agudeza y gran capacidad para opinar con propiedad sobre lo que fuera. Él se había ganado ese lugar por méritos naturales y todos lo admirábamos y respetábamos, especialmente por la pasión que ponía en sus puntos de vistas, aunque no siempre coincidiéramos en sus apreciaciones sobre cualquiera que fuera el tema del que conversáramos alrededor de los bancos de cemento de aquel parque, y donde sólo los que llegaban primero tenían derecho a sentarse.

 

Su grandilocuencia expresiva y perspicacia eran un despilfarro de inteligencia, un deleite para quienes le escucharan, siempre y cuando le interesaran los asuntos sobre los que él expusiera, que podían ser de la vida de los animales, de la política del país, de la psicología de las mujeres, de los errores de las otras religiones, de la cacería y pesca de antaño, de la agricultura, de la geografía nacional, de los grandes conflictos mundiales, de las ideas de grandes pensadores y teólogos, e incluso temas menores para él, tales como la vida personal y doméstica. No había tópico del que él no tuviera una opinión que pareciera original. Parecía que él lo supiera todo, y de lo que no sabía parece que se lo inventara en el acto. Su capacidad de argumentación y exposición, acompañada de una gesticulación enérgica, lograban mantener atento a quien quiera que fuera su interlocutor, y a los otros –es decir sus interlocutores– apenas se le podía ocurrir interrumpir para proferir palabras cuando él tenía el hilo de la conversación. Pero ahora lo teníamos ante nosotros con su lengua derrotada, brotándosele de la garganta, fea, babosa, ajamonada y alabiada.

 

A partir de la segunda vez que la vi me dio asco mirar aquello. Así, después que los demás se dieron cuenta de lo que creo que fui el primero en percatarme, creo que ninguno podía entender en verdad lo que le había sucedido y estaba sucediendo. Él no fumaba como para que se nos ocurriera pensar que pudiera salirle un cáncer en tan pocas semanas, máxime cuando se trataba de una lengua tan liviana y ejercitada que, además, siempre se le veía saludable como un picaflor volando allá adentro, alrededor de sus dientes blanquísimos: él tampoco tomaba café. Pero la prueba era evidente: allí estaba ante nosotros con su masa grotesca y asquerosa, como tirando también hacia la textura de la cresta de los gallos de peleas cuando se cubren de pequeñas llaguitas de sangre semiseca y una humedad rojiza a punto de explotar. Su lengua se había adormilado y aletargado, es como si hubiese aumentado de peso allá dentro de ese orificio y ahora fuera torpe, sin memoria de los movimientos que siempre la llevaban a producir significados tan fecundos, sin importar si fueran ciertos o falsos. Eso era lo que menos nos importaba: todos falsificábamos todo con tal de quedar bien ante los demás. Creo que habíamos superado el criterio de verdad o mentira. Diría que éramos sofistas en un pueblito donde sólo tal vez unos cuantos podían saber el significado de esa palabra.

 

Tras la continuidad de su mudez y siempre a la espera de que él tomara el mando de la conversación entramos al templo y mis especulaciones sobre él se interrumpieron cuando luego de unos minutos de ceremonia nos llamaron desde el púlpito. Un niño cuyos ojos se perdían debajo de un capuz que cubría su cabeza hizo la señal que todos los del grupo entendimos casi telepáticamente. Él fue el primero que se levantó como si fuera parte de un libreto previamente ensayado, como si ya supiera de antemano que aquello que estaba sucediendo iba a suceder. Freddy fue el segundo en ponerse de pie y en avanzar hacia arriba, le siguieron los demás en el orden en el que nos habíamos sentado en el banco de madera pulida por el uso, donde nos colocábamos siempre. Yo fui el último, aunque era el primero de la fila, desde la izquierda a la derecha. Todos fueron subiendo uno a uno, pausadamente, y se fueron situando alrededor del sacerdote, también encapuchado, y que les indicaba a cada cual dónde debían sentarse. Ya dije que fui el último en subir y ahora puedo confesar que sentí miedo, mucho miedo, de ascender hasta allá arriba. Un frío nunca antes sentido y un cosquilleo inédito se empezó a despertar en las plantas de mis pies. Hoy pienso que mi nerviosismo debió ser notable ante los demás feligreses ya que no podía rascarme en el punto de donde brotaba todo aquel picor y temblor.

 

Todos entendimos –sin pronunciar palabra alguna–, que éramos los elegidos para lo que ocurriría allá arriba. Estábamos ante un nuevo sacerdote cuyos ojos –al igual que los del niño– apenas se podían divisar debajo de su casulla achocolatada y crema que le cubría desde la cabeza a las rodillas. Ya sentados, nos solicitó a todos –siempre por medio de gestos– que le entregáramos lo que teníamos en las manos. No sabíamos a lo que se refería, pero por instinto inferimos que se trataba de los relojes y los anillos que teníamos puesto. Algunos incluso, los más devotos, le entregaron hasta los crucifijos que llevaban puesto y que hacía de alambres un tal Tadeo Zapatero, especialmente para los turistas europeos que venían a ver la antigua Catedral de La Vega. 

 

Entonces el religioso hizo un gesto y desde el fondo apareció otro niño con unas mascarillas transparentes en las manos y se las fue entregando una a una a él a medida que éste se acercaba a nosotros para adherirlas sin gran esfuerzo y luego quitárnoslas de manera delicada y entregárselas nuevamente al niño quien las colocaba en un cofre de metal plateado. Era como si nos estuviera tomando las medidas para una máscara a la medida de cada rostro. Luego de la tibieza que éstas dejaban en nuestras caras y a medida que nos las colocaba, también nos secreteaba unas palabras al oído que sólo cada uno de nosotros revelará algún día, cuando nos llegue el turno de hablar. O por lo menos eso hemos acordado. Entonces cuando iba por la mitad de la línea que él mismo había ordenado sonó una música de piano desde una de las esquinas del templo y fue entonces cuando Oscar Santana se separó del sacerdote de forma brusca, justamente en el momento en que había llegado su turno para colocarle la mascarilla. Bajó del púlpito y tomó por el brazo a uno de los feligreses de los que se encontraban en la primera fila y sin que el otro hiciera resistencia se lo llevó al oficiante. En ese instante las mujeres que tenían mantillas se las quitaron bruscamente y la levantaron en señal de algún triunfo. Todavía recuerdo los ojos lejanos de las más viejas.

 

Al subir el otro hubo un silencio total, sólo se escuchaba la respiración de los que perecían enfermos e iban todos los domingos al templo con la esperanza de que el milagro de ese día le tocara a ellos. Luego del mutismo, hubo un murmullo que, como todo murmullo, sólo cada cual sabe lo que murmuró. Los nuestros, los de arriba, entonces también empezaron a bajar repentinamente y repitieron lo que había hecho Oscar. Como los de arriba se habían duplicado rápidamente, pensé que ya no hacía falta que yo hiciera lo mismo. Tras mirar hacia el extremo, él seguía sentado mirando hacia el fondo con la vista perdida. No me di cuenta si él también bajó, pero sí recuerdo que momentáneamente me pareció que el sacerdote le dijo algo al oído y él hizo un movimiento con la boca, como si le molestara algo allá adentro, pero yo estaba algo distante de él como para intentar mirar su lengua, pero de que algo le molestaba era evidente. Entonces el sacerdote se dirigió hacia mí. Creo que se me acercó más de la cuenta y me miró como esperando que también yo bajara y subiera con otro de los de abajo. Entonces pude ver sus ojos profundos: dos bolitas de agua turbia estancadas entre dos túneles de telaraña semimojada que parecían decirme que había sido un error elegirme, que yo estaba allí de más, que no hacía falta, que siempre sería un inútil.

 

Sin más señales para mí empezó a estamparle su firma con un fino pincel en la parte lateral del cuello a cada uno de los que habían subido, los primeros y los segundos. Mientras escribía con unas letras –creo que en latín– traté de leer lo que decían, pero una vez él terminaba de escribir, la firma se hacía invisible. Quise retirarme sigilosamente para evitar mi turno, pero el niño que hacía de monaguillo –el que había llamado al principio– se acercó a donde yo estaba y me miró con una ternura celestial. Sentí miedo de su profundidad. Su mirada me convenció de que no lo hiciera y me pidió con un gesto que me inclinara, al igual que los demás, para que él firmara, y al echar mi pelo hacia el lado para que el otro escribiera, sentí sus dedos fríos como si hubiesen estado congelados. El sacerdote apareció detrás del niño y cuando el niño lo sintió cerca se separó solemnemente. Ahora tenía otro pincel con la punta roja. Al llegar a mi lado hubo otro leve murmullo que esta vez venía del fondo del templo, de la parte más oscura, de allá arriba de donde salía la música que escuchaba desde niño cuando empecé a ir a la iglesia y de donde siempre bajaba el padre que decían que era italiano, el que me había confesado cuando hice la primera comunión, él que me preguntó si yo me la había hecho acechando a las mujeres del barrio.

 

Al firmar sobre mi nuca apenas sentí un leve calorcito. Luego de esto bajamos todos del altar de manera ceremoniosa y la liturgia siguió su curso normal hasta finalizar como una misa más. Ya afuera, en la Avenida 18 de abril, y luego de que habíamos logrado distanciarnos de la acera donde se apilaban los tullidos, los pordioseros y los niños lagañosos y semidesnudos que esperaban que los que iban a la iglesia los domingos le regalaran algo –para así completar sus encuentros con Dios– pudimos ver, al salir de debajo de los flamboyanes tupidos de flores rojas, el cielo dorado que anunciaba una noche clara. A lo alto, al final del pueblo, donde vivían los que en mi barrio decían que eran plebes, pobres de mala calaña, se veía imponente la Loma de Guagüí en llamas y la Callecita del Tanque con un hormiguero de gente llenando los cubos de agua para apagar el fuego que quemaba los pinos de allá arriba. También se podía ver a los militares que instigaban a los de los cubos para que subieran más rápidamente y que el fuego no se siguiera propagando. Supimos por el uniforme, aunque estábamos algo lejos, que eran los militares que cuidaban la casa que tenía el doctor Balaguer al otro lado de la loma, a orillas del río Camú, y donde, según decían, él venía casi todos los fines de semana dizque a descansar.

 

Luego de él mirar hacia la loma sin ninguna señal de sorpresa en su rostro, apenas pudo decirnos –casi balbuceando– que se iba a la Capital. Pedimos un carro público para que lo llevara a la parada donde debía tomar la guagua que lo llevaría a la ciudad de Santo Domingo. Cuando llegó el vehículo estábamos rodeados de gente de todas las edades, incluso de alguno de los indigentes. Antes de entrar al carro le dimos la mano en señal de despedida. Entonces al asomar mi cara por la puerta trasera para despedirme otra vez, vi nuevamente aquella lengua asquerosa y también algo avioletada, tratando de decirme algo. No entendí si quiso decirme hasta luego. Era la tercera vez en menos de tres horas que había visto su lengua fea y alabiada, pero en esta ocasión también vi sus espejuelos agrietados por la mitad y las monturas amarradas con un hilo negro encerado. Antes de que el carro arrancara me entregó una nota escrita sobre una de las servilletas que usan los sacerdotes en la eucaristía.Al rozar sus dedos sentí el mismo frío que tenían los del niño de allá adentro, el de la iglesia. Ya sólo nosotros, y ahora debajo de la luz de un poste del tendido eléctrico, empecé a leer lo que decía la nota en voz alta para los demás, pero de momento sentí que la lengua me crecía, que se me alargaba y engordaba, que no podía moverla y que se me derretían las palabras.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Guardianes

El primer guardián nos dice que la hora de entrada es a las once de la mañana, que sólo faltan treinta minutos y que eso no es nada en comparación con los parientes de otros pacientes–presos que llegan a veces hasta a las ocho de la mañana y esperan sentados en los banquitos de cemento de afuera hasta que llegue la hora. El primer guardián nos indica que nos quedemos en el estacionamiento, en el interior del carro, con el aire acondicionado prendido y que cuando veamos que la puerta se abra entremos sin prisa, porque las visitas son por turnos de llegada y que él sabe el turno de cada uno, aunque no haga una lista del orden en que llegó cada cual. El primer guardián nos recalca que él tiene una buena memoria y que ese ha sido su único trabajo por los últimos diez años. El primer guardián es un hombre alto, con una calvicie al estilo de los papas, tiene un bigotito humillado por los dedos, cuyos pelitos sufridos se les cuelan hacia adentro por las esquinas de su boca pastosa. El primer guardián usa espejuelos ahumados y viste una camisa crema con un pantalón marrón oscuro. En la cintura tiene una pistola 45, apretada en una canana negra, con pocas reservas de balas. Su voz suena segura, aunque cuando habla mira siempre hacia todos los lados, especialmente hacia donde están los matorrales, como si desconfiara de la distancia.

 

El segundo guardián, el que abre la puerta a las once, es más joven que el primer guardián. El segundo guardián ordena que nos coloquemos en fila, hasta que su compañero de afuera entre y certifique el orden correcto de llegada de cada visitante. Nos enfatiza que a nadie se le ocurra colarse porque el de afuera sabe dónde va cada cual y que si alguien quiere pasarse de listo el otro lo va a hacer pasar una vergüenza, porque ese sí que no tiene pelos en la lengua, que no se casa con nadie y que ni a su madre la cuela. Advierte que no inventemos, que seamos justos con los demás, que él sabe lo difícil que es estar un 25 de diciembre en un lugar como éste visitando a un familiar; pero que a los de adentro nadie los mandó a hacer lo que hicieron y que si están adentro es por algo. Nos recuerda que tenemos que dar ejemplo de civismo, porque el que la hace la primera vez, si no la paga en el acto, sigue patinando y después no hay quien lo detenga hasta llegar a donde llegaron los que cogen frío allá en las celdas. El segundo guardián pide que le perdonemos la sinceridad y que nos esté tratando como a niños, pero que él sabe lo que hace y lo que dice. El segundo guardián es de unos cinco pies y diez pulgadas de estatura, tiene nariz achatada y su cuerpo parece un saco de cartílagos en proceso de desintegración.

 

El tercer guardián, una guardiana, nos pide que nos identifiquemos con alguna tarjeta que tenga una foto, que la licencia de conducir es la perfecta, pero que si no la tenemos encima podemos mostrar otra. La tercera guardiana nos pregunta cuál es el vínculo de nosotros con el paciente–preso. Remacha que no podemos mentir porque es un delito hacerlo allá adentro. La tercera guardiana nos aclara que ella se queda con las identificaciones y que nos las entregará cuando terminemos la visita, que hablemos rápido porque sólo tenemos una hora de visita y que eso es porque es día de Navidad, que las visitas posteriores son de media hora y que sólo puede entrar un visitante y que la madre del paciente–preso siempre tiene la preferencia.

 

La tercera guardiana nos coloca un distintivo con nuestro nombre, en el lado derecho de la vestimenta de cada uno, cerca de donde descansa la punta del cuello. Nos dice que no lo perdamos, que si se pierde allá adentro puede haber problemas para salir. La tercera guardiana nos entrega una llave con el número de un locker y nos envía a un cuartito donde están los cajones asignados. La tercera guardiana nos dice que depositemos todo lo que traemos en los cajones de metales: correas, bolígrafos, papel, llaveros, monedas, carteras, pañuelos y cordones de zapatos; acentúa que no podemos entrar con nada a la sala donde veremos a nuestro paciente–preso. La tercera guardiana tiene una voz penetrante y en su maquillaje predominan los tonos rojos y violetas.

 

El cuarto guardián dice que los que traen comestibles para los pacientes–presos que se coloquen en la fila de la derecha y los que no, en la de la izquierda. El quinto y sexto guardián ordenan que saquemos los alimentos de las bolsas donde los hemos traído; también ordenan que pongamos los termos y demás recipientes plásticos en el mostrador de correas. El quinto y el sexto guardián derraman el arroz con habichuelas, las ensaladas de papas y demás alimentos en platos de cartón. El quinto y el sexto guardián remueven los alimentos –con tenedores y cuchillos plásticos– como buscando lo que no es nada de eso entre ellos. El quinto y el sexto guardián perforan las carnes asadas de cerdo con una especie de destornillador fino, como si quisieran descubrir o encontrar lo que no es masa ni huesos en lo profundo de la carne. El quinto y el sexto guardián ordenan que retiremos los platos donde han sido mudados los alimentos y donde ahora parecen desperdicios de comensales anteriores porque todo se ha juntado y han perdido su textura original. El quinto y el sexto guardián indican que después de la revisión esperemos en otra sala hasta que seamos llamados.

 

El quinto y el sexto guardián son de unos seis pies de estatura y tienen una musculatura como las que tienen los luchadores de la lucha libre. Tienen mejillas agrietadas, cejas alzadas y no miran nunca a nadie a los ojos: sólo se concentran en los alimentos que revisan mientras respiran estruendosamente encima de ellos como si fueran caninos que acabaran de comerse dos grandes pedazos de carne roja cruda y la digestión de allá adentro lo incitara al sueño.

 

El séptimo guardián nos llama por nuestros apellidos y dice que lo sigamos, pero que no abandonemos la línea azul del pasillo por donde nos dirige. El séptimo guardián llega a una puerta de cristal, de esas que parecen a prueba de balas. El séptimo guardián introduce una clave numérica y nos dice que la empujemos. El séptimo guardián nos dirige por otro pasillo que conduce a otra puerta de cristal donde tiene que introducir nuevamente una clave numérica para que la puerta abra. Tras la puerta abrirse dos guardianes con armas largas saludan con unas señales que sólo ellos entienden. Entonces el séptimo guardián nos dice que llegamos, que es aquí, que estamos en el lugar de espera. Miramos y es verdad: allí, entre unas mesas de plástico amarradas al piso y sillas muy frágiles, también plásticas, se ven los pacientes–presos, vestidos de blanco, hablando, gimoteando y muchos de ellos abrazados a sus parientes.

 

Entonces cuando vamos a pasar al salón de encuentros, el octavo y el noveno guardián –los del nuevo mostrador de registro– nos dicen que tienen que ver los alimentos que traemos y que digamos el nombre del paciente–preso que venimos a visitar. Después de corroborar que nosotros somos nosotros e inspeccionar los alimentos, uno de ellos nos dice que tenemos que esperar porque a veces los pacientes–presos no están preparados para recibir visitas porque están dormidos. Entonces unos quince minutos después aparece el décimo guardián, visiblemente armado como los demás guardianes que se encuentran en el salón, con nuestro paciente–preso al frente vestido de blanco, como si lo hubiese sacado de una nevera. “En esto se ha convertido mi hijo" dice la madre.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

[i] Eugenio García Cuevas

 

Poeta y prosista, Eugenio García Cuevas nació en República Dominicana y vive en Puerto Rico desde más de tres décadas. Ha publicado los siguientes libros: Zonas turbias (2011) Poesía dominicana del siglo XX en los contextos internacionales (2010) Sujetos y predicados (El hijo de la mujer y diez cuentos más), (2008); (Descendientes del sonido) (Poesía), 2007; Lengua en tiempo, Ensayos (2006);  A quemarropa (Nacionalismo, intelectuales, ética y academia (Entrevista, crónicas), 2005; La palabra sin territorio (Editorial Alfaguara, 2004); Mirada en tránsito, Ensayos (1999); Estaciones encontradas, Poesía, (2000); Literatura y sociedad en los años setenta, (1998); Juan Bosch: novela, historia y sociedad, Ensayo investigativo y teórico, (1995). Su trabajo literario ha sido premiado en más de nueve ocasiones, dos veces con el Premio Nacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña de la Republica Dominicana.

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